29 may 2011

La ruptura de las Instituciones

Hay una quiebra de las instituciones, como antes no se había presentado, de la que no nos hemos dado cuenta o hemos preferido no hacerlo.

Enceguecidos por el manejo mediático del gobierno, la mayoría de los colombianos no ha tomado conciencia sobre la gravedad de la crisis institucional que nos afecta. Para decirlo con franqueza, lo que hay no es otra cosa que una quiebra de las instituciones, como antes no se había presentado, y de la cual no nos hemos dado cuenta o hemos preferido no darnos cuenta.

En efecto, lo acontecido en el último año, este largo conflicto entre el Ejecutivo y la Rama Judicial, específicamente la Corte Suprema de Justicia -y concretamente su Sala de Casación Penal- tuvo origen en la apertura de procesos penales contra congresistas y otros servidores públicos por haber establecido vínculos con organizaciones criminales, en razón y por causa de los cuales se falseó la voluntad popular en las elecciones y las instituciones fueron infiltradas por tales fuerzas criminales. Llevar a cabo los juicios respectivos era un deber de la Corte Suprema en desarrollo de las normas constitucionales vigentes, y un proceso que ha debido contar con el respaldo y la colaboración activa del Ejecutivo y del Congreso, si quienes ejercen el poder en Colombia observaran de verdad los postulados del Estado Social de Derecho.

Desde 2002

De hecho, ha debido conmocionar al país, y concitar el afán de los órganos judiciales, de control y ejecutivos, y alarmar al propio Congreso el anuncio que hicieran las propias Autodefensas en su página de Internet en 2002 en el sentido de que tenían más del 30 por ciento del Congreso en sus manos. Es decir, nos notificaron que ellos, con su poder malévolo -conseguido a base de delitos, crímenes de lesa humanidad, narcotráfico y terrorismo-, habían logrado elegir más de la cuarta parte de la Rama Legislativa. Después lo confirmó uno de sus líderes: Vicente Castaño. Y Mancuso nos lo confirmó por televisión pocos días antes de ser enviado a los Estados Unidos por el Gobierno, a negociar su pena.

Pero en 2002 nadie se inmutó. Quienes hablaron del tema, reclamando investigaciones, fueron silenciados por una colectividad que ya desde entonces puso de moda ese unanimismo asfixiante que señala y condena a cualquiera que opine por su propia cuenta, y en general a quien piense, como amigo de las FARC.

No nos dimos cuenta de la gravedad de semejante acontecimiento político, que desvirtuaba por completo el sistema democrático. El Gobierno ha debido asumir en ese momento el liderazgo orientado a verificar de manera exhaustiva y pronta si eso era cierto. La Fiscalía ha debido cumplir desde entonces su función e iniciar las averiguaciones indispensables, para que, si estaban comprometidos congresistas, la Corte Suprema asumiera los procesos contra ellos, y en todo caso proseguir los fiscales las investigaciones respecto de gobernadores, alcaldes, concejales, diputados que hubieran podido resultar elegidos también mediante votación manipulada por las organizaciones criminales.

Pero no. Nada pasaba. Y, por el contrario, se inició el proceso -culminado pocos meses después en el Congreso- de aprobación de una ley -que paradójica y falsamente se denominó "de justicia y paz"-, orientada a lograr que se consagraran las penas más bajas posibles a favor de los paramilitares, y, peor aún, a obtener que la normatividad calificara sus crímenes como políticos -como sedición-, sin mayor énfasis en la reparación de las víctimas. Aun sin que en ese momento hubiese ley todavía, se dio principio a la famosa "desmovilización", con el compromiso teórico de los paramilitares de entregar sus armas, y de "no volver a delinquir". Pero -lo dice ahora el Gobierno- continuaron delinquiendo desde las cómodas cárceles que les fueron señaladas (con celulares y computadores a su disposición, los mismos que después, cuando fueron extraditados, desaparecieron misteriosamente, a diferencia del computador de alias "Raúl Reyes", que todos los días entrega al país nuevos datos).

La Corte Constitucional declaró exequible la Ley de Justicia y Paz, que consagró penas máximas de ocho años aplicables a quienes cometieron los peores crímenes contra miles de colombianos, cuyos cadáveres se siguen encontrando hoy en fosas y más fosas esparcidas por el territorio nacional. Pero declaró inexequible -aunque por razones formales- la norma que trataba a los paramilitares como delincuentes políticos.

Sólo en 2007 se iniciaron en serio, merced a la actividad de la Sala Penal de la Corte -el Gobierno dice que como efecto de la política de seguridad democrática- los primeros procesos por parapolítica. Y aunque los sindicados y poco a poco detenidos eran congresistas, no funcionarios del Gobierno, salvo el ex director del DAS, Jorge Noguera, a medida que avanzó el proceso de la parapolítica, se fueron resquebrajando las relaciones entre el Ejecutivo y la Corte Suprema.

Los choques

Vinieron después los bochornosos acontecimientos provocados por la contradicción entre las versiones del Presidente de la Corte Suprema, César Julio Valencia, y del Presidente de la República, Álvaro Uribe, acerca de los términos de una conversación telefónica en que, de acuerdo con el segundo, el primero indagó por el proceso iniciado contra su primo, el senador Mario Uribe. El hecho fue negado por el Jefe del Estado; negativa seguida de una denuncia presidencial contra el Presidente de la Corte ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara.

Luego vinieron las denuncias de la ex congresista Yidis Medina sobre compra de su voto, por funcionarios del Gobierno, en 2004, cuando se tramitaba la reforma constitucional que hizo posible la reelección del actual Presidente; la iniciación del proceso penal contra ella en la Corte Suprema; su condena; el llamado de atención de la Corte, en la sentencia, acerca de la desviación de poder que ese cohecho propio había significado; y la airada reacción presidencial ante el fallo, proponiendo entonces un referendo para repetir el proceso electoral de 2006.

Ya el país se había sorprendido con la irrupción intempestiva del Presidente de la República en varios medios de comunicación, sindicando al Magistrado Auxiliar de la Corte Suprema Iván Velásquez, coordinador de las investigaciones sobre parapolítica, de haber querido manipular a un procesado de apodo "Tasmania" para que declarara que el Presidente había contratado a un paramilitar con el fin de que diera muerte a otro paramilitar. Asunto bastante tenebroso, traído sin embargo de los cabellos, que después, al retractarse el paramilitar en referencia, llevó al Fiscal General a declarar que se trataba de un montaje, al parecer de un abogado y unos políticos, contra el Magistrado.

La exoneración de Velásquez de ese grave cargo hizo recrudecer las intenciones de sacarlo, como fuera, del proceso de la parapolítica: apareció una grabación extraña, tomada por la ex presidenta del Congreso Nancy Patricia Gutiérrez, de un investigador del CTI; supuestos testimonios sobre manipulación de pruebas; y lo más grave: afirmaciones gaseosas, sin nombres ni datos, y menos pruebas, del propio Presidente de la República sobre solicitudes de dinero por funcionarios de la Rama Judicial en el curso de procesos.

No se había terminado la polémica causada por esas afirmaciones sin fundamento, cuando el Presidente aportó un nuevo término al vocabulario de este oscuro período: "roscograma", con el cual quiere designar un cruce de nombramientos entre las Cortes y los organismos de control como la Procuraduría.

Una política de descalificación

Se intenta ahora, a toda costa, descalificar a la Corte Suprema. Y el Ejecutivo, después del breve paréntesis de "acercamiento", intentado en sus primeros días por el nuevo Ministro del Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, ha vuelto a la política del descrédito, la presión agresiva y el ataque a los magistrados.

Durante el paréntesis, el Ministro había lanzado al aire, sin estructurarlos en un proyecto de articulado, algunos componentes de reforma a la Constitución en materia de Administración de Justicia -prolongación del período de los magistrados a 12 años, restablecimiento de la cooptación para integrar las Cortes, aumento a 70 años de la edad de retiro forzoso, integración de la terna para elegir Procurador sólo por el Presidente de la República, entre otros asuntos-, la mayoría de ellos orientados a "suavizar" los procesos de la parapolítica y la yidispolítica.

Ya la Corte Constitucional, el Procurador General, la Corte Suprema y el Consejo de Estado expresaron con razón, en distintas palabras, que el proyecto era improvisado y además no ofrecía soluciones para los verdaderos problemas de la justicia. Las altas corporaciones insistieron en que no se pronunciarían sino cuando se conociera el texto íntegro. Es lo obvio y lo serio. Como, por el contrario, no es serio que un tema tan importante como una reforma, que se presume integral, a la administración de justicia, se esté tramitando por el Gobierno de manera tan irresponsable, sin haber elaborado la columna vertebral de la reforma y sin armonizar sus propuestas con el conjunto de la Carta Política, creyendo que todo ese conjunto de disposiciones -por las "zanahorias" incluidas a favor de los magistrados- puede ser útil para "limar asperezas" con las Cortes, y distraer a los medios y al público, para que no se hable tanto de parapolítica y de yidispolítica.

Y puesto que la Corte Suprema viene actuando de la misma manera, como corresponde al ejercicio de su función, se retoma la política del desprestigio a sus integrantes; su descalificación; la formulación de cargos en abstracto, y todo un esquema -que parece concertado para generar dudas- sobre la pulcritud de los miembros de la Corte, y acerca de su imparcialidad. Ya el Presidente había hablado de "sesgo ideológico" en las providencias.

En fin, el respeto a las decisiones judiciales, esencial para el sostenimiento de una democracia genuina y que debería encabezar el Gobierno, según el artículo 201 -numeral 1- de la Constitución ("Corresponde al Gobierno, en relación con la Rama Judicial: 1.- Prestar a los funcionarios judiciales, con arreglo a las leyes, los auxilios necesarios para hacer efectivas sus providencias..."),, se ha perdido por completo, y lo que tenemos en cambio es un Gobierno enfrentado abiertamente a quienes administran justicia, mientras sus fallos y decisiones no lo favorezcan -a él o a sus más cercanos amigos-, y una Corte Suprema que, según el último comunicado de su Sala Plena, se ve ahora precisada a denunciar ante los tribunales internacionales una situación muy delicada, vigente en Colombia, caracterizada por la obstrucción oficial a las funciones que ella cumple en la cúspide de la jurisdicción ordinaria.

Con razón la carta del Fiscal de la Corte Penal Internacional al Gobierno colombiano, en la que anuncia que tiene el ojo puesto sobre los procesos que aquí se adelantan -a ver si culminan, y si realizan los principios de verdad, justicia y reparación- contra quienes han cometido crímenes de guerra y de lesa humanidad, y contra quienes desde la política han colaborado con ellos.

La extrema gravedad de la crisis es inocultable. Ni más ni menos, acontece que no está pudiendo operar la administración de justicia, y se busca, por medios lícitos e ilícitos, que se perpetúe la impunidad.

Fuente:http://razonpublica.com/index.php?option=com_content&view=article&id=264:la-ruptura-de-las-instituciones&catid=19:politica-y-gobierno-&Itemid=27

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